SOBRE EL AUTOR

Diego Méndez
Diego Méndez es estudiante de Periodismo, UNIACC. Pasante de Radio UNIACC.
Def: De P. Magnol, 1638-1715, botánico francés.
- f. Árbol de la familia de las magnoliáceas, de 15 a 30 m de altura, tronco liso y copa siempre verde, hojas grandes, lanceoladas, enteras, persistentes, coriáceas, verdes por el haz y algo rojizas por el envés, flores hermosas, terminales, solitarias.
Cuando hace una semana vi “Una Batalla Tras Otra”, me vi en la necesidad de repasar la filmografía de Paul Thomas Anderson: había visto “There Will Be Blood”, “Boogie Nights” y “Magnolia”. A estas dos últimas me enfrenté nuevamente.

Mientras “Boogie Nights” es fiesta, furor y descontrol opacando la tristeza y soledad de los personajes, “Magnolia” es melancolía, adicción y máscaras: el minutaje inicial sobre las coincidencias de la vida es una excusa del director para sumergirnos en unas vidas grises pobremente camufladas con fachadas que caen rápidamente.
Durante las tres horas –que se hacen cortas– de la película, te enfrentas a las consecuencias de las acciones que transformaron a los personajes, generalmente orquestadas por los padres. Este es el motor que impulsa la trama: la negación o la búsqueda del perdón, el peso de una deuda emocional que se arrastra por años.
Vemos a Frank Mackey (Tom Cruise) usar el machismo– tomar nota sobre el parecido con los gurús de Instagram– para esconderse de la tortuosa relación con su padre; a Claudia Gator (Melora Walters) usar la adicción a las drogas para olvidar su infancia; a Donnie Smith (William H. Macy) enfrentarse a la popularidad de su niñez; y Stanley Spector (Jeremy Blackman), un niño que, al igual que Donnie, se enfrenta a la fama. Son diversos retratos de la soledad: un caleidoscopio de soledades.
De diversas formas, todos los personajes se encuentran ligados en mayor o menor medida a la cadena televisiva de Earl Partridge, el padre de Frank. Justamente como si Earl fuese el gineceo de una magnolia y el resto del elenco los pétalos que nacen de él.

Claro que nada de esto funcionaría de no ser por cómo se cruzan las historias. El trabajo de edición es envidiable: todas las historias se hilan y entrecruzan de forma soberbia, intercalando una con otra en una melodía que te mece durante los ciento ochenta minutos que dura (esto se lleva al límite con las composiciones de Aimee Mann: desde “One” hasta “Save Me”, cada una de las piezas actúa como un reflejo tanto poético como melódico del estado mental de los protagonistas). Estás conmovido por Mackey y, como si nada, la escena corta a los intentos de Donnie de encajar en la sociedad y dentro de sí mismo.
Esta es la maravillosa arquitectura de Paul Thomas Anderson, un director que se atreve a romper la lógica narrativa para forzar la catarsis. Una estructura arriesgada que nos lleva de la quietud al milagro, de la desesperanza a la intervención divina, demostrando que la vida misma es una serie de improbabilidades que colapsan.
Pero todos los personajes (o gran parte de ellos) están aún a tiempo de encontrar paz. Porque no fue su culpa, sino de las personas que, se supone, deberían haberlos protegido: sus padres.

Es por eso que esta película me parece tan bella: porque dentro de tanta oscuridad, hay luminosidad; porque los personajes, a pesar de los errores que cometieron, pueden redimirse, reencontrarse, re-amarse. Son como pétalos que, a pesar de que el gineceo se pudra, siguen buscando vivir.
La ambición es algo intrínseco de las personas y, como buen atributo humano, se extrapola al arte. Cuando nos encontramos frente a una “obra total”, muchas veces no sabemos muy bien qué pensar: podemos considerar que hemos leído, escuchado o visto algo fascinante o, por el contrario, que hemos perdido nuestro tiempo. Y es que no es fácil calificar una pieza que intenta retratar algo tan grande como la vida. Creo que, al final, el verdadero dilema que nos plantea PTA no es la culpa de los padres, sino si somos o no capaces de perdonar, de dejar de ser víctimas de nuestro propio pasado. Y esa, esa es una de las preguntas más difíciles que la vida, y el cine, puede hacernos.