SOBRE EL AUTOR

Rubén Dittus B.
En tiempos donde la imagen ya no solo acompaña al discurso, sino que lo sustituye, la franja electoral televisiva sigue siendo una escenificación clave del ritual democrático. Aunque algunos vaticinaron su obsolescencia frente al auge de las redes sociales, la franja persiste como un espacio de condensación semiótica: allí se articula una narrativa de país, de liderazgo y de futuro posible. A menos de cinco meses de las elecciones presidenciales en Chile, vale la pena preguntarse: ¿qué signos están en juego? ¿Cómo se construye hoy el sentido político en televisión, en una era dominada por TikTok, reels y algoritmos?
Desde una mirada semiótica, la franja no es solo contenido audiovisual: es una puesta en escena. Cada candidatura elige sus códigos, ritmos, colores, encuadres y palabras con la precisión de un guionista. Lo que se comunica no es solo un programa, sino una visión de mundo. La cámara, el montaje y la música no son elementos decorativos, sino dispositivos ideológicos. Lo que aparece y lo que se omite —los gestos, los silencios, los énfasis— también habla. La franja es, en definitiva, un ritual mediático de escenificación del poder.
En este 2025, los registros que dominan la pantalla están marcados por dos grandes ejes: por un lado, el recurso emocional y doméstico —la cocina, la calle, la familia—, y por otro, el uso del lenguaje del miedo, sobre todo en torno a seguridad, migración y orden. Ambos recursos apelan a una emocionalidad inmediata, capaz de generar identificación o rechazo en pocos segundos. La lógica del lenguaje político ha mutado. La autenticidad no es espontaneidad, sino estrategia. Las redes sociales enseñaron a los políticos que mostrar vulnerabilidad calculada, humor, o cercanía, no los debilita, sino que los posiciona. El candidato ya no habla solo desde el podio, ahora se sienta a comer, graba desde su auto o saluda en tono informal. Pero todo está medido. En este entorno, la autenticidad no es espontaneidad: es estrategia.
La franja actual recoge esa lección: candidatos que caminan por ferias, conversan con taxistas, visitan ollas comunes o graban desde su propio celular, forman parte de una iconografía cuidadosamente construida. No se trata ya de “transmitir un mensaje”, sino de producir una escena. El candidato no enuncia, sino que actúa. Y la franja se transforma en una micro ficción electoral, donde el “yo político” encarna el drama, el conflicto y la esperanza de un Chile posible. Estas estrategias configuran una batalla simbólica: no solo por votos, sino por significados. La franja funciona como un espacio de disputa donde cada palabra y cada plano son una elección ideológica. ¿Se muestra al candidato en una plaza o en un set de TV? ¿Acompañado de adultos mayores o de jóvenes emprendedores? ¿Se filma con cámara profesional o con un celular? Nada es azaroso.

A pocos días del fin de las primarias oficialistas, la franja televisiva construyó una atmósfera donde quedaron atrás los planes de gobierno. Un saludo a un comerciante, una caminata por el barrio, una visita a una feria libre, pueden decir más que diez puntos programáticos. Cada spot construye un clima afectivo, una orientación del deseo colectivo. Y en esa operación, la televisión sigue teniendo poder. Aunque compita con las redes sociales, su carácter masivo, ritualizado y regulado le confiere una legitimidad que no han perdido del todo los medios tradicionales. Así, en un ecosistema mediático fragmentado, donde el consumo audiovisual es cada vez más personalizado, la franja sobrevive como uno de los pocos espacios de visionado compartido. Es un teatro breve y obligatorio de la democracia, donde los candidatos deben sintetizar su mundo en unos pocos minutos. Pero más allá de su duración, lo que está en juego es su capacidad para traducir lo complejo a lo sensible, para convertir lo técnico en experiencia vivida.
Por eso, más que preguntarnos si la franja “funciona” o “convierte votos”, debemos atender a qué sentidos está movilizando. Qué representa, qué oculta, qué temores activa o qué esperanzas proyecta. Desde allí, su análisis se vuelve una herramienta crítica no solo para el periodismo o la academia, sino para toda ciudadanía que quiera comprender los signos del poder.
Sus archi rivales seguirán siendo, por un buen tiempo, las redes sociales. Acá lo programático se disfraza de cotidianeidad para que sea digerible en el lenguaje acelerado de TikTok, Instagram o X. En general, las diferencias que se observan no son solo de contenido, sino de forma, tono, ritmo y plataformas elegidas. En una elección cada vez más mediatizada por entornos digitales, la capacidad de adaptar el mensaje sin perder identidad es clave. En las redes, la intimidad ganó terreno, mostrar el “detrás de cámaras” puede humanizar, pero también expone. En contextos de alta desconfianza, la intimidad bien gestionada puede ser una herramienta poderosa, siempre que no se vea forzada. Algunos candidatos lo usan para reforzar su cercanía (“yo también hago la fila en el consultorio”), otros lo evitan para no perder el aura de autoridad. Las redes sociales no premian la profundidad, sino la capacidad de conectar emocionalmente. Así, la seguridad no es solo un tema, sino una escena; el crecimiento económico se vuelve una historia personal; y el liderazgo se prueba más por la puesta en escena que por la propuesta escrita.
No basta con decir “vamos a mejorar la seguridad” o “impulsaremos el crecimiento económico” en un afiche o un spot, hay que mostrar al candidato caminando con vecinos, hablando con carabineros, o reaccionando a un caso del día. Las redes exigen traducir lo programático a lo cotidiano. Los likes no votan, pero sí pueden moldear percepciones, y eso es clave en tiempos de sobreinformación y consumo fragmentado.
En este escenario, el miedo a la obsolescencia de la franja no es infundado. Frente a plataformas que operan en tiempo real, con lógica algorítmica y emocional, la televisión parece lenta, ceremoniosa, incluso anacrónica. Sin embargo, su permanencia radica justamente en esa condición: es un umbral ritual, un espacio común aún legitimado. Y es que la franja no puede competir con la viralidad, pero tampoco debe hacerlo.
Por fortuna, no es la tele o las redes las que definirán los destinos de ese Chile que varios imaginan. La urna sigue siendo la reina en esta fiesta.