SOBRE EL AUTOR

Diego Méndez
Diego Méndez es estudiante de Periodismo, UNIACC. Pasante de Radio UNIACC.
Hablar de Tron es hablar de una rareza dentro del cine comercial. En 1982, cuando la mayoría de los estudios todavía desconfiaban de los efectos digitales, Disney apostó por una película que fusionaba filosofía, estética y tecnología. Aunque su trama resultaba simple, su propuesta visual era revolucionaria: mundos construidos con líneas de luz, circuitos convertidos en ciudades y programas que cobraban vida como entidades casi metafísicas. No fue un éxito inmediato, pero con el tiempo se convirtió en obra de culto y en la semilla de un imaginario que marcaría a generaciones de espectadores y artistas digitales.

Me recuerdo a mí mismo, hace quince años, viendo Tron: El Legado y quedando con la boca abierta: los efectos especiales y el frenesí constante dejaban a mi pequeño cuerpo de cinco años sin respiración. Las luces de neón, la atmósfera: todo componía una experiencia cinematográfica envidiable. Con los años, he aprendido a ver las costuras del largometraje.
El guión es absolutamente genérico (con las diferencias justas para no caer en lo impersonal) y el CGI de Jeff Bridges rejuvenecido deja que desear. Aun así, la película me sigue encantando. Puedo verla y entretenerme igual que cuando era niño, sin sentir que pierdo el tiempo.
Porque, en el fondo, eso es Tron: puede intentar construir un contexto profundo sobre la religión de los programas, pero donde realmente brilla es en su explosión visual y en lo ridículamente entretenida que resulta.
¿Alguien se toma en serio el guión de la primera? Es solo una excusa para mostrar un largometraje adelantado a su tiempo en el apartado visual (1982). Tron, dirigida por Steven Lisberger, no fue concebida como una historia compleja, sino como una experiencia sensorial: un programador absorbido por el mundo digital que él mismo ayudó a crear. Lo que la hizo memorable no fue su trama —una mezcla simple de aventura y mística tecnológica—, sino su audacia estética y su visión casi espiritual de la tecnología. Años después, Tron: El Legado (2010) retomó esa esencia con un lenguaje visual más depurado, la icónica banda sonora de Daft Punk y un aire de solemnidad que la elevó a categoría de culto. Así, Tron se convirtió en una rareza dentro del cine comercial: una franquicia que sobrevive no por su profundidad narrativa, sino por su capacidad de deslumbrar. Tron Ares respeta eso al pie de la letra, tanto en lo bueno como en lo malo.
Los efectos especiales de la nueva entrega están mejor que nunca. Estaba en la butaca del cine con la boca abierta, los ojos a punto de lagrimear por la nostalgia. Solo por eso ya vale la entrada.

La banda sonora de Nine Inch Nails es simplemente bestial. Algunos fans estaban escépticos, pero Trent Reznor y su agrupación se anotan nuevamente un gol elegante y brutal a la vez. No es la primera vez que Reznor y compañía son laureados por sus composiciones atmosféricas que dan en el callo. Sin ir más lejos, tenemos The Social Network (2010).
En Ares, la música es cruda –como es usual en NIN–, pero también refinada: sabe cuándo machacar tus oídos y cuándo convertirse en el colchón sonoro de la escena. Está, cuanto menos, al nivel de la predecesora con Daft Punk.

El gran elefante en la habitación era Jared Leto. Fuera de su alucinante protagónico en Réquiem por un sueño, nunca me ha convencido; siempre he rehuido de sus películas. Aquí, su papel es genérico y podría haber sido interpretado por cualquier actor con un mínimo de carisma. Aun así, no es lo peor que he visto de él.
El resto del elenco cumple con lo justo: nada estorba, nada impresiona. Una pena, porque la relación materno-filial entre Julian y Elisabeth Dillinger —Evan Peters y Gillian Anderson— tenía potencial, pero no se explora lo suficiente.
Al final, es la historia de un programa que desarrolla sentimientos y se rebela ante su creador, con tintes de persecución al estilo de Terminator 2. Una historia trillada, sí, pero eso nunca ha sido un problema en la franquicia. Lo importante es que Tron Ares lo hace con estilo, y eso ya es mucho decir en tiempos de remakes sin alma (y sin estilo).